Concursar sin concursar: un caso real

En no pocas ocasiones, cuando una empresa se encuentra ante la tesitura de tener que solicitar su declaración en concurso de acreedores, se hace imprescindible analizar, previamente, cómo va a afectar esa nueva situación a los socios y administradores, tantas veces avalistas de las operaciones financieras de la compañía. ¿Qué hacer entonces? Veamos un caso real que atendimos en Rodrigo Abogados.

Una empresa, a la que llamaremos JUÁREZ, S.L., llegó al Despacho en una situación de insolvencia, que la hacía encajar dentro de los requisitos que la legislación concursal establece para que tuviera que solicitar su declaración en concurso de acreedores. Sin embargo, y tras un análisis exhaustivo del pasado y presente de la compañía, remontándonos a los últimos tres años, se comprobó que el socio mayoritario había avalado uno de los préstamos financieros concedidos a la sociedad, siendo que dicho socio era solvente y, por tanto, susceptible de sufrir un importante perjuicio ante cualquier acción ejecutiva por parte de la entidad financiera acreedora.

Ante esta situación, ¿era conveniente solicitar la declaración concursal de la empresa? Pero si cumplía los requisitos para ser declarada en concurso, ¿acaso no estaba obligada a ello, fueren cuales fueren las consecuencias para el socio avalista?

La respuesta a la primera pregunta era claramente negativa, si consideramos el perjuicio que podía causársele al socio mayoritario, una vez declarada la sociedad en concurso y con una alta posibilidad de ser liquidada. La segunda pregunta tenía, por otro lado, dos posibles respuestas. Una de ellas, la ortodoxa, era que, en efecto, si se encontraba en situación de insolvencia debía solicitar su declaración concursal; ahora bien, también podía seguir el camino de “concursar sin concursar”.

El concurso de acreedores, en puridad, no es otra cosa que un sistema de liquidación ordenada, donde la ley establece una serie de reglas para que todos los acreedores puedan cobrar sus créditos de forma igualitaria y en proporción, según el activo de que disponga el concursado. Atendiendo a ese criterio, pero para evitar la lupa gigante que supone un concurso (en realidad no es tan grave, sólo que, obviamente, se analiza la contabilidad del concursado y todas sus operaciones mercantiles, financieras, etc., lo que, en el caso que nos ocupa, hubiera perjudicado notablemente al socio mayoritario por razón del aval prestado), se optó por disolver la sociedad y entrar en liquidación, nombrando al administrador social como liquidador de la compañía. Se preparó un balance inicial de liquidación, tanto del activo como del pasivo social, y se procedió a realizar, vender, todo el activo existente, ingresando en la cuenta de la empresa el dinero que se iba obteniendo.

Del dinero que se fue obteniendo, se empezó a atender el pago de los acreedores, y se procuró seguir el orden de cobro que en un concurso de acreedores se hubiera seguido. Así, se procedió a pagar la totalidad del crédito de Hacienda, así como el de la Seguridad Social, todo ello después de pagar las indemnizaciones oportunas a los trabajadores de la empresa. Como fuera que no existían créditos con privilegio especial (garantizados con hipoteca, prenda, etc.), se procedió a atender el pago de los créditos ordinarios, hasta donde se hubiera alcanzado.

Ahora bien, y en este punto, sí se atendió con preferencia el crédito de la entidad financiera que tenía el aval con el socio mayoritario. Así, se abonó la cantidad del crédito que estaba avalada (no todo el crédito, pues sólo una parte del mismo estaba avalada) y se consiguió extinguir dicho aval. A partir de ahí, se ofreció al resto de acreedores ordinarios un pago de una parte (relativamente pequeña) de sus créditos, en proporción a la liquidez que aún restaba en la compañía tras la realización de su activo.

Todo este proceso estuvo dirigido desde el principio con sumo cuidado y orden, de tal modo que todas las decisiones adoptadas y que afectaban a los acreedores les fueron comunicadas puntualmente. De hecho, los pagos finales que podían realizarse con la liquidez restante fueron comunicados y solicitadas cuentas corrientes donde hacer los ingresos oportunos.

Abonados todos los acreedores, se acordó, en una nueva Junta de Socios, la aprobación del balance final de liquidación y la extinción de la sociedad. Desde entonces, ni los socios, ni el administrador han reportado problemas ni acciones de terceros.

No obstante todo lo dicho, y el resultado positivo obtenido, ¿qué riesgos fueron asumidos por el administrador y los socios? En realidad pequeños y acotados, pero ciertamente algunos. Y es que en una operación de estas características es preciso valorar los intereses en juego y, una vez optado por preservar unos u otros, asumir los riesgos que vayan aparejados. Así, el principal riesgo que podía existir es que una de las entidades financieras que no vieron satisfechos sus créditos en la misma proporción que la entidad financiera que contaba con el aval interesara ella el concurso necesario de la sociedad y, vía acciones de rescisión, dejara sin efecto el pago a la entidad financiera que contaba con el aval y, con ello, dicho aval recobrara su plena eficacia, con el consiguiente perjuicio para el socio mayoritario. Ése era el principal riesgo, más allá de las acciones de ejecución que los acreedores hubieran podido interponer frente a la compañía, acciones que se antojaban de difícil interposición pues, con la comunicación e información que se les fue dando, conocían las escasas posibilidades de éxito; bien entendido que, de ejercitarlas, hubieran podido ir un paso más allá e incoar otras acciones de responsabilidad frente a los administradores por no haber solicitado la declaración concursal, acciones que también fueron estudiadas previamente, llegando a la conclusión de que tenían escasa viabilidad pues, al fin y al cabo, el administrador había acometido un proceso de liquidación ordenado, vendiendo el activo a precios de mercado, atendiendo el pago de los acreedores conforme lo hubiera hecho en un concurso declarado y, por tanto, sin que se le pudiera imputar ninguna irregularidad que hubiera puesto en perjuicio a los acreedores, más allá del perjuicio que les hubiera reportado un concurso judicialmente declarado.

Siendo, por tanto, el principal riesgo que otras entidades financieras (u otros acreedores) solicitaran la declaración de concurso necesario, se estudió el perfil de tales entidades y de los principales acreedores, llegando a la conclusión, tanto el administrador como los socios, de que el riesgo descrito era asumible, en comparación con el beneficio que se podía obtener de acometer el proceso de liquidación de la compañía sin acudir al concurso de acreedores (para el socio mayoritario, pero también para la compañía y los propios acreedores, pues se consiguió evitar todo el gasto asociado al concurso -publicaciones, edictos, honorarios de profesionales, honorarios de la administración concursal, etc.-).

Y es que éste es el proceso lógico de análisis de las situaciones empresariales que realizamos en RODRIGO ABOGADOS. El concurso de acreedores es, ciertamente, un instrumento muy eficaz, cuando se utiliza como herramienta de solución de problemas de solvencia y se ejercita a tiempo. Pero no es el único; es más, como se ha visto en el caso descrito, a veces es contraproducente, pues puede perjudicar a personas muy relevantes en la historia de la empresa en cuestión. Por ello es muy importante poner nuestros asuntos en manos de profesionales que analicen toda la situación al completo y acudir a ellos, sobre todo, cuando aún hay tiempo de tomar decisiones alternativas.

José Enrique Izquierdo Revilla

Responsable del Departamento de Derecho Mercantil, Societario y Concursal en RODRIGO ABOGADOS

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